viernes, 13 de noviembre de 2009

LA PESADILLA DE TENER CARRO

El que hasta hace poco tiempo era el sueño dorado de muchas familias colombianas, tener un carro, terminó convertido en una auténtica pesadilla por cuenta de las múltiples trabas y obstáculos que buscan limitar su utilización pero no su tenencia. Las altas sumas recaudadas por diferentes conceptos y el alto número de familias que directa o indirectamente obtienen su sustento de los carros explican perfectamente esta aparente incoherencia.

A los costos naturales como los caros y malos combustibles, el aceite, el lavado, los seguros, las llantas y el mantenimiento deben sumarse otros que se han inventado para desestimular el uso de los carros y de paso enriquecer a unos cuantos afortunados cuyo único mérito, con pocas excepciones, consiste en ser compadres de este o aquel alcalde.

Por un lado el gobierno subsidia el crédito para impulsar la venta de vehículos, con el objeto de proteger el empleo que genera el sector, tarea necesaria, pero por otro se limita seriamente su utilización con medidas no siempre bien estudiadas y analizadas, de las que resulta un solo damnificado: el automovilista, obligado a pagar cuantiosas sumas por un bien que no se le permite utilizar. Algunas autoridades ante la presencia de problemas complejos, como el de la movilidad, no elaboran alternativas, no hacen ningún esfuerzo por resolverlos, simplemente apelan al cómodo y facilista expediente de prohibir, limitar o restringir, como si la idea fuese diseñar tres problemas para cada solución y no al revés.

Tenemos una amplia colección de medidas muy bien presentadas y adornadas, barnizadas de verde, necesarias claro, como la preservación del medio ambiente, el aumento de la movilidad, la garantía de que los vehículos que circulan están en buenas condiciones mecánicas, la recuperación de la malla vial y otras muchas que harían interminable la lista, que a la postre resultan ser meras banderas que se agitan para justificar buenos negocios. No existe una sola medida relacionada con la tenencia y uso de automóviles que no resulte en una abultada ganancia para alguien.

El famoso RUNT, por ejemplo, concesión otorgada a un grupo de particulares, nació torcido, sigue torcido y es poco probable que en el futuro inmediato se enderece, lo que no fue obstáculo para que por todos los medios se nos informara que el no registro de los vehículos ocasionaba una multa de 963 mil pesos, ni lo ha sido para que las tarifas de los trámites se incrementen en proporciones más que significativas en muchos casos.

Es claro que no se puede cobrar por un servicio que no se presta o que se hace de manera deficiente. Que posterguen la entrada en operación del sistema, ya estamos acostumbrados a los aplazamientos, pero que no nos cobren por lo que no nos dan, máxime cuando los afortunados dueños de la concesión reciben del Ministerio de Transporte el 91% de los derechos económicos de las tarifas por ingreso de datos al RUNT y por expedición de certificados de información. Para ellos no aplican las multas.

La revisión técnico-mecánica y de gases, que pretendía garantizar el buen estado mecánico de los vehículos que transitan en el país, resultó ser un verdadero fiasco. A estas horas y según reporte de las mismas autoridades, faltan más del 50% de los vehículos por cumplir con este deber mientras un alto porcentaje de los certificados son falsos o se han expedido sin realizar la respectiva revisión. La solución consiste en montar retenes y puestos de control para exigir la presentación del documento, a solicitud del ente que agrupa a los Centros de Diagnóstico Automotor, controles pagados con los dineros de los contribuyentes. No debemos pues esperar que la accidentalidad por fallas mecánicas disminuya, lo que debería ser el objetivo principal de la medida.

La razones por las cuales se ha incumplido la norma, sin que ello justifique a los automovilistas tramposos, nacen desde el mismo momento en que se empieza a aplicar la medida, que se aplazó en repetidas ocasiones por física falta de planeación, lo cual llevó a una total pérdida de credibilidad en el proceso. No tienen autoridad moral para exigir cumplimiento, por eso tienen que acudir a la cacería indiscriminada. No se aplicó ninguna multa a los responsables de semejante desorganización.

Los puestos de control de emisiones que montan todos los días son solo la confirmación de que la famosa revisión no funciona, que los 115 mil pesos que cuesta para un automóvil particular son un despilfarro. De todos es bien sabido que el mayor porcentaje de partículas contaminantes es producida por el transporte público que utiliza diesel, no por los automóviles, sin embargo son estos el objetivo de los tales puestos. O sobra la revisión o sobran los puestos de control. Y falta conciencia sobre la necesidad de mantener sincronizados los vehículos.

Los parqueaderos, otro asalto al bolsillo de los infelices poseedores de automóvil, legalizado mediante decreto firmado por el alcalde de Bogotá, al que ni siquiera la orden perentoria que le dio el Tribunal Administrativo ha sido suficiente para que habilite las bahías de parqueo, cerradas hace 10 años de un plumazo pero que para su reapertura requieren de un larguísimo proceso de inventario, pintura, retiro de señales de prohibido parquear, determinación del tipo de cerramiento, demarcación de espacios de parqueo, identificación de cupos para personas con discapacidad, instalación de las señales que autorizan el estacionamiento y otras maravillas de la planeación, lo cual le garantiza a los señores de los parqueaderos una buena temporada de abusos y de jugosas utilidades.
Los patios, karma que debe pagar el automovilista vaya uno a saber porqué, cuyo mal funcionamiento ameritó que la Contraloría de Bogotá enviara un control de advertencia a la Secretaría de Movilidad, son la suma de la cacería desatada, el clímax de la pesadilla. Según la Contraloría, tanto en Álamos como en Fontibón “Hay situaciones que ponen en riesgo las finanzas del Distrito y la adecuada prestación de dichos servicios” Tales situaciones se refieren al mal estado del patio, en el caso de Fontibón, y a la cesión sin autorización de partes del contrato a otras firmas, en el caso de Álamos.

En el 2007 el Distrito recibió solamente 37 millones de pesos de ingresos por inmovilización de vehículos en el patio de Fontibón mientras el concesionario obtuvo por el mismo concepto 1679 millones de pesos. El mismo día en que la SDM suscribió el contrato con Ponce de León (26 de diciembre del 2007), se firmaron adendos modificatorios para subir las tarifas del servicio de patios hasta en un 200 por ciento, incrementos que favorecieron, obviamente, al contratista, según denunció el Concejal Andrés Camacho.

Las grúas son un caso aparte, una verdadera aberración. En su prisa por llevarse los carros los enganchan de cualquier manera, lo cual les ocasiona costosos daños por los que nadie responde. Es frecuente verlos detenerse una o dos cuadras más adelante a asegurar los carros mal enganchados, muchas veces sin la presencia de los agentes de tránsito que ordena la ley.

El cupo de la grúa consiste generalmente en un vehículo que llevan en la plataforma, otro que va colgado y una moto. Sobra decir que a cada uno le cobran como si su vehículo fuera el único transportado. Negocio redondo en el que participan agentes de tránsito, una tripulación que opera en segundos, como si se estuvieran robando el carro y los dueños de las grúas, que son los mismos operadores de los patios. El consorcio Ponce de León posee 40 de las 68 grúas que trabajan para el Distrito, grúas cuya estructura debe ser revisada ya que constituyen una trampa mortal en caso de choque por detrás debido a que en estos casos la plataforma actúa como guillotina.

A pesar de haber sido ordenado por ley el aumento de los límites de velocidad, es común ver a los agentes tanto de la policía de carreteras en todo el país como de tránsito en Bogotá, escondidos, cazando radar en mano a cuanto automovilista les de la oportunidad, sin considerar siquiera la calidad de la carretera por la cual se transita, simplemente aprovechan la lentitud y negligencia de los encargados de la reglamentación de la ley para hacerse unos buenos pesos. Los continuos roces entre los agentes de tránsito y la ciudadanía son un indicador claro de que algo anda mal en la forma como están desarrollando sus funciones unos y reaccionando los otros y que es urgente tomar medidas al respecto.

Lo mismo ocurrió cuando se ordenó transitar por las carreteras con las luces encendidas, norma que desató una verdadera oleada de multas sin que a la fecha se haya informado de estadística alguna sobre la bondad de la norma y menos sobre el destino de las sumas recaudadas. Una verdadera fábrica de comparendos en la que las autoridades aportan la mano de obra y los automovilistas el capital pero sin recibir ninguna verdadera utilidad. Lo de la doble línea amarilla y la imposibilidad para adelantar en los únicos sitios donde es prudente hacerlo bien podría hacer parte de una antología del absurdo.

Un modelo de transporte basado en el automóvil particular es ineficiente y costoso en términos de externalidades, se requiere utilizar los carros de manera racional y limitar su utilización, pero de ninguna manera el automovilista debe ser tratado como delincuente, perseguido ni asaltado a instancias de cierto grupúsculo de fanáticos para quienes prohibir y satanizar se convirtió en moda. Hay que pensar en soluciones, no en crear más problemas.

La reducción de impuestos proporcional al tiempo que no se permita utilizar los vehículos es un mecanismo que obligará a los alcaldes a pensar, a dar opciones y a ser más cuidadosos y menos facilistas a la hora de decidir sobre el tema, por eso es necesario desarrollarlo, para que haya ponderación de las consecuencias de tales medidas y respeto por quienes aportan sumas importantes para los fiscos municipales y departamentales, los automovilistas.

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